DISFORIA CON EL GÉNERO
Por Iván Sandoval Carrión*
2017-11-05[1]
¿GLBTI o LGBTI? Parece que hoy se prefiere el segundo acrónimo para referirse al movimiento que convoca a todas las personas que defienden los derechos de las diversidades distintas a la heterosexualidad. Quizás porque la precedencia, en el enunciado, de los “Gays” sobre las “Lesbianas” sugeriría una persistencia de lo masculino sobre lo femenino. Pero así es el segundo principio del significante en el lenguaje, según Saussure: solo se puede enunciar un significante o sonido a la vez. Entonces: ¿cuál se enuncia primero? ¿No sería más igualitario enunciar primero “B”, “T” o “I”? ¿Cuál irá al final: “L” o “G”? ¿Acaso el movimiento supuestamente más igualitarista de todos puede escapar de los conflictos causados por las relaciones entre poder y sexuación? Conflictos inevitables, incluso dentro del enfoque, ideología o estudios de género, que no son lo mismo.
Quizás ni siquiera el movimiento internacional que cuestiona la dicotomía sexuada de los seres hablantes, y que propone la posibilidad de opciones terceras u otras a partir de la noción de “género”, está exonerado de los inevitables conflictos derivados de que, desde una perspectiva lógica, gramatical, social y cultural, solo hay dos posibilidades de inscripción sexuada para los seres hablantes. Estos conflictos han enfrentado, en semanas anteriores en nuestro país, a un sector que propone la enseñanza del enfoque de género en las escuelas primarias para prevenir el machismo y la violencia contra las mujeres, contra otro grupo católico que se opone a ello de manera radical. Conflictos semejantes a los que ocurren en otros países y por las mismas razones.
La noción de “género”, como “tercer género” para el transexualismo, fue propuesta hace sesenta años por el sociólogo norteamericano Gilbert Herdt. Diez años después, en la clínica “psi”, el psicólogo neozelandés John Money y el psicoanalista norteamericano Robert Stoller produjeron la noción “identidad de género”. Money y Stoller trataban a personas que los consultaban por aquello que la clínica psiquiátrica llamaba “transexualismo” (demandar la pertenencia a un sexo poseyendo la anatomía del sexo opuesto) o por seudohermafroditismo congénito (ambigüedad anatómica de los genitales desde el nacimiento). Desde allí aparecen los estudios de género, que introducen ese término además o en lugar del de “sexo”, para afirmar que estamos más determinados como “hombres” o “mujeres” por los discursos y roles sociales, antes que por la anatomía.
El desarrollo de los estudios de género tiene gran influencia en el mundo actual y ha modificado el vocabulario psiquiátrico, en el que la antigua categoría diagnóstica del “transexualismo” ha sido sustituida por lo que hoy se llama “disforia de género”, un supuesto trastorno mental del que hoy en día se reportan cada vez más casos en la niñez y adolescencia. Considerando que el término “disforia” indica “malestar, ansiedad, conflicto e incomodidad”, ¿no será que el proceso de tener que asumir una posición sexuada como hombre o como mujer, y sostenerla ante los demás, normalmente causa alguna disforia en los seres hablantes, sin llegar necesariamente al pedido de cambiar de sexo? ¿No será que podríamos hablar de una ordinaria “disforia con el género”, que no sería lo mismo que la “disforia de género” o “transexualismo”?
Continuaremos en la próxima entrega de esta nueva miniserie quincenal. (O)
2017-11-19[2]
Algunos participantes de la marcha del 14 de octubre reciente por el Frente Nacional de la Familia me pidieron que rectificara una línea que publiqué hace dos semanas, pues afirman que no todos ellos son católicos ni se consideran ‘radicales’. Expongo la aclaración y retomo mi exposición.
Jacques Lacan decía que el lenguaje precede a la constitución del inconsciente en cada ser hablante. En consecuencia, el lenguaje precede a la constitución de una posición sexuada como “hombre” o “mujer” en cada uno de nosotros. El género, como categoría fundamental del lenguaje, de la lengua y del habla, es anterior al posicionamiento como “niño” o “niña” de cada nuevo ser. A la vez, solo hay lenguaje en el homo sapiens: la única especie que posee un lenguaje propiamente dicho, y la única especie sexuada, aunque no la única dividida en dos sexos. Ello nos obliga a distinguir entre “sexo” y “sexuación” y a dilucidar una falsa aporía –en nuestra especie– entre género y sexuación del tipo “¿qué es primero, el huevo o la gallina?”.
Cada nuevo ser humano, al llegar al mundo, es inmediatamente hablado. Es decir, es inmerso en el habla, la lengua y el lenguaje de quienes lo rodean, y así se va inscribiendo progresivamente en su lógica y empieza a hablar. Desde esa inicial masa informe de rostros y sonidos, empieza a distinguir tempranamente a una “mamá” de un “papá”, a un “abuelo” de una “abuela”, a un “niño” de una “niña”. Como el lenguaje no es mera nominación de objetos, los nuevos seres aprenden poco a poco las reglas para la producción de significación y sentido, y ello incluye la incorporación del género. Este proceso es inseparable de aquel de la sexuación, es decir, del camino por el cual, a partir del registro y asunción de las diferencias anatómicas entre los sexos, las vicisitudes de su inicial vida amorosa con papá y mamá, y su inmersión plena en el lenguaje, en la ley de prohibición del incesto y en los códigos sociales, los nuevos seres construyen una posición sexuada como “niño” o como “niña”.
Es decir, cuando nacemos, advenimos al lenguaje y no hay precedencia del “género” sobre la “sexuación” ni viceversa: no hay tal aporía. Nacemos con una división anatómica y biológica entre “macho” y “hembra”, como la gran mayoría de especies animales y muchas vegetales, y eso es el “sexo”; pero la “sexuación” es el anudamiento del simbólico apalabrado, el imaginario social y el real de la diferencia anatómica y biológica. Aunque no soy experto en estudios de género ni tengo un doctorado en el tema, en mis lecturas de Judith Butler, Joan Copjec y otras autoras serias, jamás encontré algo que contradiga lo anteriormente expuesto en la columna de hoy. No veo por qué el “género”, como una categoría del lenguaje desde que nuestra especie habla, y anterior a los estudios de género que aparecieron hace más de medio siglo, contradiría o excluiría a la “sexuación”.
A menos que ciertos grupos interesados hagan uso de los estudios de género para fines distintos a aquellos que los originaron. ¿Qué fines originales y qué fines interesados? Seguiremos en dos semanas. (O)
2017-12-10[3]
Retomo la miniserie sobre el género. Hace tres semanas dejé planteadas unas preguntas, al final del texto anterior de esta serie. Antes de abordarlas, les propongo una revisión breve pero necesaria, del capítulo 2 (“El género”) del manual de la Nueva gramática de la lengua española (2010), el más actualizado de la Real Academia. Un libro de 993 páginas, indispensable para universitarios, docentes y doctorantes en Literatura y Castellano, sugerido para académicas feministas ecuatorianas y psicoanalistas lacanianos, y facultativo para psiquiatras practicantes de la farmacodependencia.
La Real Academia dice que el género es una propiedad gramatical de los sustantivos y algunos pronombres, que incide en la concordancia con determinantes, cuantificadores, adjetivos y participios. Solamente hay dos géneros: el masculino y el femenino. El género no es lo mismo que el sexo del referente, es decir, del objeto al que se alude en la realidad extralingüística: no hay una relación equivalente entre género y sexo, excepto en la mayoría de los seres vivos. Los sustantivos no tienen género neutro en español; lo tienen algunos demostrativos (esto, eso, aquello). En esta lengua, algunos sustantivos son ambiguos (el/la mar). Los sustantivos epicenos son los que poseen un solo género y designan algunos seres vivos, pero no tienen marca formal que permita determinar su sexo (la rata, la jirafa, la marmota, las algas). Aunque el género es, en el español, una propiedad inherente a cada sustantivo, el género masculino es el género no marcado que designa a un individuo de ese sexo y a toda la especie, en el caso de los seres vivos. El género femenino es el género marcado… por la diferencia.
A lo largo de diez páginas de letra menuda, la Real Academia explica las reglas gramaticales de uso del género para sustantivos y pronombres, así como las reglas de concordancia con otros determinantes. La Academia incluye los casos y particularidades del habla cotidiana en los que hay excepciones a las reglas de concordancia: por ejemplo, en el habla coloquial masculina ecuatoriana, el sintagma “los mandarinas” designa a los hombres que supuestamente se dejan mandar por sus mujeres. En todo caso, no existe un “género neutro” o un tercer género cuando se trata de sustantivos, particularmente de seres vivos, y especialmente de seres hablantes. Lo que existe es el hermafroditismo, pero esa condición alude al sexo y no al género, en algunas especies animales y vegetales, y como una particularidad congénita excepcional en nuestra especie.
Por otra parte, si el género alude a una propiedad de los sustantivos que establece una diferencia entre masculino y femenino, aunque no equivalga exactamente al sexo, ciertas expresiones o proclamas tales como “igualdad de género” o “equidad de género” plantean un problema gramatical, es decir, un problema lógico. Porque hay un sostenimiento de la gramática en la lógica para el lenguaje como estructura, y para todas las lenguas incluyendo el español o castellano. Hablar de “igualdad de género” implica una contradicción lógica o la desmentida de una diferencia fundamental entre los seres vivos y entre los seres hablantes. Una diferencia fundamental que no implica superioridad versus inferioridad, sino solamente diferencia. Creo que con este rodeo estamos listos para abordar las preguntas previamente planteadas. (O)
2017-12-24[4]
Si el género es una categoría gramatical presente en el lenguaje y en las lenguas desde que nuestra especie habla, los estudios de género no tienen más de medio siglo de antigüedad. Las investigaciones sobre el género se fundan, por un lado, en la distinción entre el sexo como una bipartición en el real biológico, y el género como una condición de la palabra que está determinada por la sociedad y la cultura, y que tiene efectos sobre la manera como cada ser hablante asume en sí mismo lo masculino o lo femenino. La tradicional “identidad sexual” ha sido progresivamente reemplazada por la “identidad de género”. La primera se refiere a la convicción que tiene cada ser hablante de que es un hombre o una mujer en consecuencia con su anatomía. La segunda alude a la sensación de ser un hombre o una mujer, a veces en contradicción con su anatomía.
La aparición mediática del transexualismo hace aproximadamente sesenta años produjo el predominio de la noción de “género” como algo determinado socialmente y que debe ser explicado y reivindicado, y el progresivo eclipse de los conceptos de “sexo” y “diferencia sexual”. Si anteriormente cada nuevo ser hablante debía –desde el nacimiento– asumir el género que corresponde al real de su sexo, el transexualismo invirtió la fórmula: hoy se demanda –en la edad adulta, aunque en algunos casos desde la infancia– a la medicina y a las leyes que fabriquen el sexo que supuestamente corresponde al género como una posición (o apenas como una sensación) subjetiva. De allí que el transexualismo haya originado dos movimientos que a veces se confunden, pero que están en contradicción: los estudios de género como investigación, teoría y literatura que han terminado sustentando conceptualmente al feminismo, y el transexualismo como un fenómeno que se sostiene en sus propios colectivos y que reclama aparición en los medios.
Hay diferencia, e incluso hay conflicto entre los discursos de los movimientos feministas y aquellos que sostienen los colectivos LGBTI. Pero estas distinciones no están claras para el gran público que los ve a todos como un solo fenómeno mediático, al que califican peyorativamente como “ideología de género”. Los estudios de género han derivado hacia el hecho de que el “género” aluda de modo predominante a uno solo: el femenino, que soporta desde hace milenios los rigores del machismo, la hegemonía masculina, la violencia, la injusticia, el maltrato y la desigualdad de derechos y oportunidades. En esa equivalencia entre el género y el feminismo, el equívoco sintagma “igualdad de género” debe leerse como igualdad de derechos, deberes y oportunidades. En principio, no hay una equivalencia entre feminismo, lesbianismo y transexualismo. Más bien para las pioneras y teóricas más consistentes del feminismo, el transexualismo es una falsa solución, es un cortocircuito que busca la salida inmediata del tratamiento hormonal y quirúrgico para una reivindicación que debe ser peleada y ganada en otro terreno: el debate social, la lucha política y el campo del derecho.
¿Tienen las feministas alguna responsabilidad por estas confusiones que sufre el público profano? ¿Qué convoca en un colectivo común llamado LGBTI a personas tan diferentes? ¿Es el transexualismo un trastorno mental? Seguiremos en dos semanas. (O)
2018-01-07[5]
Hace dos semanas propuse tres preguntas en el párrafo final. Retomaré el hilo por la última de ellas: ¿Es el transexualismo un trastorno mental? La pregunta no encuentra respuesta única y definitiva dentro de la psiquiatría oficial, la que inició la “despatologización” del transexualismo hace por lo menos tres décadas, desde que cambió su nombre por el de “disforia de género”. Este cambio es clínico y sobre todo político, considerando que desde los primeros casos célebres (como el de Christine Jorgensen, en los años 50 del siglo pasado), hasta las historias publicitadas del Hollywood actual (como el de Las Wachowski), el carácter “mediático” del transexualismo ha eclipsado la interrogación clínica acerca del fenómeno.
En nuestro medio, los clínicos “psi” no tenemos experiencia con el transexualismo, básicamente por dos razones. En primer lugar, aquí no se ha establecido, como en otras partes, el requerimiento de una evaluación psicológica previa que “autorice” el comienzo de la transformación. Pero, sobre todo, porque el transexual(ista) habitualmente no demanda ayuda psicológica (aunque a veces lo hagan sus padres, si es menor de edad), y más bien su pedido se canaliza directamente a la medicina y a la ley. De la primera demandan el pronto inicio del tratamiento hormonal y quirúrgico, si hay el dinero para ello. De la segunda exigen el reconocimiento oficial del género que corresponde a su deseo, aunque el proceso de transformación corporal aún no haya finalizado.
En otros lugares, donde los clínicos “psi” han tenido experiencia con el transexualismo desde hace décadas, ha surgido la hipótesis de que este no constituye una estructura o un cuadro clínico único, y que más bien debe investigarse en el caso por caso. Ello supone una lectura clínica del fenómeno, completamente ajena a la “normalización” o “naturalización” que su extensa difusión en los medios impone. Así, el psicoanalista francés Henry Frignet, que tiene una amplia experiencia en el asunto, propone una diferencia básica entre los “transexuales” propiamente dichos y los “transexualistas” que son la mayoría de quienes demandan transformación corporal y reconocimiento legal del cambio. Los primeros tienen una estructura psicótica, están “fuera del sexo” (nunca han construido una identidad sexual), se dirigen a la medicina (más que a la ley) demandando el cambio que ellos piensan que los “unificará” en una “identidad de género”, y probablemente no tendrán interés por hacer pareja después de su cambio. Los segundos sí pudieron estructurar una identidad sexual, pero no pueden asumir los goces que corresponden a ella, no son psicóticos, obtienen cambios en su cuerpo, aunque no necesariamente totales, en algunos casos preservan su capacidad de engendrar o de concebir, son más activistas frente a la sociedad y a la ley, y tienen mayores probabilidades de hacer pareja. En ese espectro que va de los “transexuales” a los “transexualistas” está –de manera particular y subjetiva– cada una de las personas que prefiere autodenominarse simplemente “trans”, como se usa hoy en día.
Lo que junta a todos los “trans”, y a estos con los LGBI, es –probablemente– el reemplazo de la identidad sexual por la identidad de género. Con ello iniciamos el abordaje de la segunda pregunta planteada hace dos semanas. (O)
2018-01-21[6]
Hace pocos días, la Corte Interamericana de los Derechos Humanos, CIDH, emitió una resolución aprobando el llamado matrimonio igualitario e instando a todos los países miembros a implementarlo. La noticia fue festejada por los colectivos LGBTI del continente y por quienes simpatizan con su causa, porque supone –además– el derecho a la identidad de género y al cambio hormonal y quirúrgico de sexo. Esto nos lleva a la segunda de las tres preguntas planteadas al final del número 4 de esta miniserie: ¿Qué convoca en un solo colectivo a personas con posicionamientos tan diversos frente a la sexualidad?
En primer lugar, estas personas han sufrido violencia, maltrato y exclusión por parte de la sociedad desde hace siglos. La comunidad en el sufrimiento ha constituido el colectivo, y ha suscitado la solidaridad de muchas feministas, quienes piensan que las mujeres también han vivido bajo el mismo yugo. Convocadas por esta sigla, las personas LGBTI hoy obtienen de la sociedad el reconocimiento de sus derechos, y esperan la reparación de los daños bajo diversas formas de compensación como la llamada “discriminación positiva”, que les concede ventajas en algunos campos frente a las personas heterosexuales, históricamente causantes o al menos cómplices de sus privaciones, según muchas personas LGBTI creen.
En segundo lugar, la resolución de la CIDH oficializa el camino de la suplantación de la identidad sexual por la identidad de género. De esa manera se borra cualquier interrogación por aquel proceso que va desde el sexo como el real anatómico presente desde el nacimiento, hasta la sexualidad como el conjunto de ciertas prácticas de los seres hablantes entre sí, pasando por la identidad sexual (la convicción de ser un hombre o una mujer) y la sexuación (la elección de un goce masculino o uno femenino). Un proceso que en la mayoría de las personas conduce a la heterosexualidad, y en otras lleva a diversas posiciones que se identifican con alguna de las letras del colectivo LGBTI. La oficialización de la identidad de género en lugar de la identidad sexual impone su aceptación y ahorra muchas preguntas incómodas.
Esto nos conduce a un tercer rasgo que convoca a muchas personas que se inscriben en el movimiento LGBTI. Es el hecho de que si ellas asumen su elección (en la mayoría de los casos), lo hacen omitiendo cualquier autointerrogación acerca de la génesis y la construcción de su posicionamiento frente a la sexualidad, y rechazando cualquier posibilidad de que su elección sea considerada desde una perspectiva psiquiátrica o psicopatológica. Es decir, la resolución de la CIDH “descliniquiza” completamente la homosexualidad, la bisexualidad, el travestismo y el transexualismo, e incluso podría “penalizar” a quien se atreva a considerar estas posiciones desde una perspectiva clínica.
Si las personas LGBTI se ven a sí mismas como el efecto de la exclusión y la violencia, alguien debería asumir la responsabilidad o más bien la culpa por su situación. Allí es donde aparece el milenario causante: el patriarcado machista y hegemónico. Ese es el punto donde retomaremos la última de las tres preguntas planteadas hace varias semanas en esta miniserie: la pregunta por la relación entre LGBTI y feminismo, o más bien los feminismos, porque hay varios. (O)
2018-02-04[7]
En la anterior entrega de esta serie habíamos adelantado que los feminismos se relacionan con los movimientos LGBTI mediante la inculpación compartida contra el patriarcado, el machismo y la hegemonía masculina, por la violencia, sometimiento y exclusión que sufren desde siempre. El grado de esta inculpación y las alternativas distinguen a los feminismos entre dos tendencias básicas, y diferentes posiciones intermedias entre ellas.
De un lado estaría la tendencia que propone la afirmación de la feminidad en contra de los hombres y prescindiendo de ellos hasta donde sea posible. “Los hombres tienen la culpa de todo”, parece la consigna radical y simplificadora de esta tendencia. Una propuesta derivada de la anterior y algo más reciente plantea que “la culpa es de la libido masculina porque es sucia y agresiva”. Se habla de una “república de las mujeres” o de un “nacionalismo femenino”. El corolario de esta posición es la permanente victimización de las mujeres y la plena exoneración de responsabilidad acerca de su situación. En esta tendencia subyace la alternativa del homoerotismo como la mejor realización de la sexualidad femenina. El único papel asignado a los hombres sería el de inseminadores ocasionales, al servicio de las mujeres que tienen el poder y el control de la procreación. En el extremo más delirante de la tendencia está la fantasía de la clonación, dando cuenta de la utopía totalitaria a la que puede llegar esta tendencia. Es el reflejo especular del machismo, con los mismos defectos y excesos de los que se acusa a los hombres.
Del otro lado está la tendencia que propone la afirmación de la feminidad con los hombres, frente a ellos, o a pesar de ellos en el peor de los casos. La alternativa oscila entre una “reeducación de los hombres” para una mejor convivencia, y una redefinición de las masculinidades para el beneficio de los mismos hombres y no se diga de las mujeres. Unas reconstrucciones no exentas del riesgo de incurrir en la maternización de los hombres, como si fueran “niños grandotes maleducados”, para goce y comodidad de muchos de ellos. En esta tendencia está implícita la apelación a una restauración del Padre como función simbólica de ley, tan venida a menos en la cultura occidental desde hace más de un siglo. Una decadencia de la función paterna a cargo de los hombres, que ha puesto a las mujeres como portavoces de esa función ante el fracaso masculino. En esta tendencia, el homoerotismo no es la realización universal de la feminidad sino una alternativa particular. De este lado están los hombres que se autodefinen como “feministas”, porque aquí hay un lugar para ellos.
El reciente manifiesto de algunas intelectuales francesas, denunciando los excesos de la campaña norteamericana en contra del acoso sexual, ilustra el hecho de que no existe un “feminismo universal”. Y aunque el machismo parece más universal, no hay un “masculinismo”, ni siquiera particular, como si lo masculino no requiriera definición ni afirmación más allá de las conductas establecidas en cada cultura. ¿Hay alguna esencia que defina la feminidad y la masculinidad? Nos referiremos a ello en la próxima y última entrega de esta miniserie. (O)
2018-02-18[8]
El prólogo al final, en lugar de un epílogo, porque el desacuerdo general acerca de la sexualidad y del género está lejos de terminar. Un desacuerdo que se remonta al comienzo de nuestra especie, la única que habla, desde que la palabra y el lenguaje terminaron con nuestra armoniosa y mítica condición instintiva, y nos introdujeron en el proceso de tener que construir las pulsiones sexuales en cada uno. Porque para los seres humanos, nada hay menos natural e instintivo que su sexualidad. Una sexualidad que se construye a partir del real del organismo y las diferencias anatómicas entre los sexos, en el contexto de las experiencias vitales en la dinámica familiar y social, y mediante las determinaciones culturales y estructurales a las que estamos sujetos por el hecho de que somos seres hablantes.
En este proceso, el resultado supuestamente óptimo sería aquel por el cual cada sujeto termina asumiendo la identidad sexual adulta, la de género y la posición sexuada (en cuanto a su goce) que corresponde a su sexo anatómico y biológico. Es decir, la posición y orientación heterosexual que elige objetos maduros para sus relaciones. Pero ese resultado no se obtiene siempre. La realidad social del siglo XXI ha legitimado las numerosas variaciones y destinos que puede tener ese proceso, las mismas que van desde las elecciones homosexuales responsables hasta las más solapadas perversiones, pasando por los transexuales propiamente dichos que bordean el delirio y que no necesariamente encontrarán solución mediante la cirugía. Estas variaciones conforman el heterogéneo colectivo llamado LGBTI, que hoy reclama sus derechos en todo el mundo.
El hecho de que la construcción de la sexualidad sea un proceso contradice la existencia de una “esencia” de la feminidad o de la masculinidad. No hay nada como aquello, lo que implica que cada sujeto construye su propia posición masculina o femenina dentro de las circunstancias en las que vive y partiendo de aquello con lo que vino al mundo, para ponerlo a funcionar en la relación con sus semejantes, o para desmentirlo y modificarlo. En ese camino, en algún momento cada ser hablante descubrirá a su manera que “no hay relación sexual” (como decía Jacques Lacan), aunque desde luego hay el coito y puede ser muy satisfactorio para ambos participantes del encuentro sexual. El enigmático aforismo lacaniano implica (entre muchas otras cosas) que no hay una relación de complementariedad simétrica o de armonía perfecta entre hombre y mujer, que los haga Uno en una relación completa.
Tampoco hay este acoplamiento completo ni esta articulación total en ninguna relación homosexual. Probablemente la sustitución de la identidad sexual por la identidad de género que hemos cuestionado en esta miniserie ha pretendido zanjar esta disarmonía estructural entre los sexos y hacernos creer que la completitud y la ausencia de conflicto son posibles. Pero la identidad de género tampoco soluciona los desacuerdos y las tensiones. A ello se refiere la expresión propuesta en esta serie, “disforia con el género”, al hecho de que el intento de eludir la importancia de la diferencia sexual anatómica no resuelve la eterna discusión. Es más responsable asumir la realidad sexual de cada uno, como efecto de la propia existencia y del inconsciente. (O)
*Iván Sandoval Carrión es médico, psiquiatra, psicoanalista A.M.A. de la Asociación Lacaniana Internacional y miembro de a..b..c..dario Freud↔Lacan en Quito, Ecuador.
Ésta es una recopilación de los textos del editorial de “El Universo” aparecidos bajo el título “Disforia con el género”.
[1] I. Sandoval. “Disforia con el género (1)”. [En línea]: ‘Disforia con el género’ (1) – Columnistas – Opinión | El Universo
[2] I. Sandoval. “Disforia con el género (2)”. [En línea]: ‘Disforia con el género’ (2) – Columnistas – Opinión | El Universo
[3] I. Sandoval. “Disforia con el género (3)”. [En línea]: Disforia con el género (3) – Columnistas – Opinión | El Universo
[4] I. Sandoval. “Disforia con el género (4)”. [En línea]: Disforia con el género (4) – Columnistas – Opinión | El Universo
[5] I. Sandoval. “Disforia con el género (5)”. [En línea]: Disforia con el género (5) – Columnistas – Opinión | El Universo
[6] I. Sandoval. “Disforia con el género (6)”. [En línea]: Disforia con el género (6) – Columnistas – Opinión | El Universo
[7] I. Sandoval. “Disforia con el género (7)”. [En línea]: Disforia con el género (7) – Columnistas – Opinión | El Universo
[8] I. Sandoval. “Disforia con el género (Prólogo)”. [En línea]: Disforia con el género (prólogo) – Columnistas – Opinión | El Universo
Deja una respuesta