El Sujeto de la Ciencia – por Néstor Braunstein – 2004/02/26

EL SUJETO DE LA CIENCIA

Néstor A. Braunstein

2004-02-26


Todos los integrantes del Seminario, me parece, celebramos que nuestros trabajos se orienten alrededor de un eje común y que nuestras intervenciones no sean trabajos aislados sino líneas de un diálogo entrecruzado, colectivo, en torno a un problema crucial al que todos queremos y podemos aportar nuestras posiciones personales con el fin de aprender de las objeciones que esperamos de nuestros compañeros. El Seminario llega a ser el banco de pruebas de nuestro pensamiento. El tema que nos convoca del conocimiento y de sus modos de producción ha sido brillantemente inaugurado en enero con las exposiciones de Ruy Pérez Tamayo y de León Olivé (reconociendo el precursor imprescindible que fue la presentación de Ambrosio Velasco en noviembre sobre la ciencia y la política). El estándar que los tres han fijado incita a proseguir en su estela.

Mi exposición de hoy se ubica en la continuidad del diálogo del mes pasado y cuya sustancia fue, recordemos, la definición misma del concepto de “ciencia”. Desde que leí las ponencias de nuestros dos compañeros, antes aún de su amena y rigurosa presentación, pensé que no podía haber mejor introducción para el tema siguiente que abordaríamos Jaime Labastida y yo: el del sujeto de la ciencia.

Cuando tuvo lugar la discusión del mes pasado se me ocurrió que, pese a las aparentes contradicciones, nuestros dos amigos coincidían aún más de lo que ellos mismos creían y decían y que su convergencia no era diplomática, sino que radicaba en el contenido de sus conceptos. Quien no coincide soy yo, si es que ellos creen sostener posiciones diferentes y opuestas. En ese sentido disiento con León Olivé cuando dice (p. 10): “De la (definición de ciencia) de Ruy Pérez Tamayo se sigue lógicamente la tesis de la neutralidad ética y de la mía se sigue la tesis de la no neutralidad”. En el párrafo siguiente León Olivé pone en relieve los seductores conceptos de “sistema de acción intencional” y de “práctica científica” como integrantes esenciales de la definición de ciencia.

¿Por qué disiento? Porque releo la definición de “ciencia” propuesta por Ruy Pérez Tamayo y encuentro que ella es francamente convergente con la idea sostenida por Olivé en “El bien, el mal y la razón”. Los invito a que repasemos la definición discutida y a que constatemos, escrita con meridiana claridad, la misma concepción propuesta por León Olivé. Simplemente pongo itálicas y negritas en el texto de Pérez Tamayo (p. 4): Ciencia: “Actividad humana creativa cuyo objetivo es la comprensión de la Naturaleza y cuyo producto es el conocimiento obtenido por medio de un método científico organizado deductivamente y que aspira a alcanzar el mayor consenso entre la comunidad técnicamente capacitada”.

¿No es ésta la más prístina descripción de un “sistema de acciones intencionales” que define una práctica productiva a la que se dedica un sector de la sociedad dentro de los marcos de la división social del trabajo? Por supuesto que, en la definición de Pérez Tamayo, siendo la ciencia una “actividad humana” que tiene “objetivos” y “aspiraciones”, no podría en sí estar privada de juicios éticos; ellos forman parte implícita y esencial de la definición propuesta. Plena coincidencia, pues, la que me place señalar entre Ruy y León.

Admito que no hay una definición universalmente aceptable de “ciencia” y me gusta la que nos propone Ruy. ¿Puedo plegarme a ella y sugerir escuetas enmiendas? En lo personal preferiría que la palabra Naturaleza en la definición ruyiana se escribiese con minúsculas puesto que los científicos (¿lo soy? ¿¡quién sabe!?) desconfiamos de las mayúsculas. Sucede que, científico o no, abogo por una “com-prensión” (esto es, una adecuación entre las cosas y el intelecto o, mejor, una aprehensión de las cosas por el intelecto) sin entidades transcendentales, sin mayúsculas. También preferiría que no se hable de “un” método en singular [[1]], quitaría el adjetivo “científico” que no podría entrar en la definición sin sobrecargarse con una sospecha de tautología y pondría en duda, después de revisar la historia de las ciencias existentes –lo confieso: con conocimientos insuficientes –, el imperialismo monopólico de lo deductivo[[2]].

La definición propuesta por Pérez Tamayo deja ver en su fraseo la consustancialidad de la ciencia con el lenguaje y sus estructuras, la relación que ella tiene con el Otro a cuyo “consenso” aspira y la implícita omnipresencia del “sujeto” como parte integrante de la definición de la ciencia en tanto que “actividad humana”. Estos puntos son esenciales para mi exposición de hoy y anticipo que también para la de Jaime Labastida en la suya del mes próximo.

¿Cuál es el adversario de la definición que nos propone nuestro director del Seminario? No se encuentra en las posturas de León Olivé. Sí se aprecia, páginas después, en una concepción formalista, distante de esa definición. Es la que puede leerse cuando Ruy propugna “el análisis filosófico de los conceptos abstractos de ciencia y tecnología, no contaminados por las intenciones, los fines y los valores que corresponden al ámbito de la participación humana” (p. 10).

Es el momento en que podríamos injustamente señalarle a Ruy Pérez Tamayo una contradicción entre: a) su primera definición de ciencia y, b) la segunda “postura”, a la que dice suscribir (p. 11). Mas, me interesa señalarlo, la contradicción es sólo aparente. Nuestro error consistiría en adherir a una lógica elemental y en desatender la fecunda dualidad de su expresión. La ciencia es una “actividad humana” (¿qué otra cosa podría ser?), ésa es la “ciencia real”, la postulada por León Olivé y, al mismo tiempo, ella es impulsada por un ideal, por una meta a lograr, utópico quizás, que es el de alcanzar ciertos “conceptos abstractos… no contaminados por… lo humano”.

En síntesis: hay una ciencia real que puede aceptar la definición ruyiana que reprodujimos, y hay un ideal de la ciencia (no digo, aclaro, “ciencia ideal” pues ése es otro concepto, el de una ciencia que sirviese de parangón para todas las demás). El ideal epistemológico sería el de liberarse de la contaminación de la participación humana, esto es, de la doxa, en el producto de la actividad de los científicos. [[3]]

El ideal de la ciencia es, así, el de la “objetivación” del mundo, una depuración que ha de entenderse como una “desubjetivación”, una esterilización y una anestesia que son necesarias para su operación. La metáfora quirúrgica funciona como ilustración radical del horizonte científico. ¿Configura el ideal un imaginario de la ciencia? Si así fuese:

¿es necesario mantener ese aspecto imaginario para el éxito de la empresa?

 Las ciencias, las que concretamente existen, quisieran realizar su ideal, quisieran obedecer a la definición de sus productos como formales y abstractos. Necesariamente, ellas tratan de hacer posibles “creaciones” que “obedezcan nuestras órdenes sumisa e incondicionalmente” (p. 15), que nos digan “haré lo que tú mandes” (íd.). El problema ético surge cuando el pronombre, el “tú” de ese gracioso ofrecimiento, sufre una trifracción entre “sus creadores, sus promotores y sus usuarios”. ¿Son los mismos los intereses de los científicos (creadores), de quienes demandan sus servicios (promotores) y de quienes reciben sus efectos (usuarios)?  Ejemplo trivial: unos son los inventores de ingeniosos mecanismos telekinéticos, otros los dueños de corporaciones que negocian suculentos presupuestos y los hacen aprobar por representantes y senadores y otros más los sunnitas y chiítas que ven segadas sus vidas y las de sus ovejas por la misma ciega y neutral y objetiva y predecible guadaña de las bombas inteligentes. ¿Son estos últimos los “usuarios” o lo son los valientes soldados de uniforme con franjas y estrellas?

 No es necesario recurrir a muchas ilustraciones. La actualidad teatral y periodística nos lleva a penetrar en los dramas apasionantes de figuras como Oppenheimer, Bohr, Heisenberg y Einstein o a reflexionar sobre los conflictos éticos secundarios al uso de armas bioquímicas, aerosoles y demás productos tecnocientíficos. El “tú” del genio de la lámpara no siempre es un “nosotros” de “nuestra legítima postura de amos y dueños de nuestras ideas y de nuestras intenciones” (íd.). A veces, de modo siniestro, “tú” es “ellos”. El trabajador, el productor de esas mercancías que son la ciencia y sus aplicaciones tecnológicas, se ve despojado del fruto (tanto conceptual como tecnológico) de su trabajo que pertenece al dueño de los medios de producción, al empleador; es “él” y no “nosotros”, no Homo sapiens, quien se ha “reservado el derecho exclusivo de imprimirle intención y objetivos” (íd.). Ahí reside la cuestión ‘etica’ que es, como casi siempre sucede, una cuestión con ribetes ‘políticos’. Existiendo el Otro, el ethos no es singular; va indisolublemente ligado a la polis.

 Tal era la sustancia de la presentación de Ambrosio Velasco en noviembre pasado.

 La situación del científico “empleado”, granted, por instituciones y corporaciones era excepcional en el siglo XIX, común en el XX, ineludible en el XXI. Así sucede y no por la mala voluntad de nadie sino por la naturaleza misma de la producción de conocimientos que deriva, precisamente, del avance avasallador de la ciencia como “actividad humana” en la época de la mundialización.

 Hemos hablado del “ideal de la ciencia” sin definirlo.  Que se me permita acá, por una vez que no puedo jurar sea la última, citar a Lacan: “La ciencia es una ideología de la supresión del sujeto”[[4]]. Que se entienda bien: no se trata de una crítica o de una descalificación sino de una descripción referida al ideal, a un proyecto que no alcanza jamás a “encarnar” del todo pero que guía la acción de esa empresa humana que se llama “ciencia”, de una utopía con efectos concretos. El ideal de la ciencia  es el punto de fuga invisible, no empírico, en el que convergen todas las líneas del plano. Como ya lo adelanté en el comentario oral a la presentación de Pérez Tamayo y León Olivé, creo que ese ideal se alcanza en el pasaje de la palabra usada siempre, fatalmente, con fines retóricos a la escritura matemática. Toda ecuación, toda fórmula química, todo algoritmo, expresa algo de modo apodíctico (necesariamente válido) o, mejor dicho, apofántico (lleva en sí su verdad o su falsedad). Ahora bien, cualquier maestro de ciencias sabe cuántas palabras son necesarias para expresar la más sencilla de las ecuaciones y cuántos son los presupuestos de definiciones que ellas implican. Escribimos v = e / t . La fórmula es precisa, rigurosa, integralmente transmisible, independiente de quien la dice y de quien la escucha, “objetiva”, perteneciente sin duda al campo de una ciencia, válida en todos los tiempos y latitudes; en síntesis, ella responde al “ideal de la ciencia”. ¡Ah! Pero que no se nos pregunte qué son el tiempo y el espacio pues a lo mejor que llegamos es, con Agustín de Hipona, a balbucear: “si no me lo preguntan lo sé; si me lo preguntan no lo sé”. A menos que respondamos correctamente escribiendo en la pizarra: t = e / v. Quiero decir que sólo existe la ciencia ideal en tanto que ella es escrita y que desaparece cuando se la transforma en un enunciado que es proferido por una voz o que es apropiado por una firma al pie de un “paper” publicado en un “journal”.

 ¿Un ejemplo? Este mismo: la fórmula de la velocidad enunciada por mí en este contexto significa, más allá de su exactitud algebraica, la intención de un sujeto, ese que yo llamo “yo” y ustedes “tú”, para convencerlos de que no hay coincidencia entre la ciencia y el ideal de la ciencia a menos que se distinga entre el significante (hablado) y la letra (escrita). Si alguien les dice algo, cualquiera sea el nivel de verdad de su enunciado, lo hace animado por un designio retórico (heurístico, nos decía, con una palabra mucho más suave, Ambrosio Velasco, en una presentación de hace unos años que tengo muy presente). Tal designio retórico, tal aspiración a persuadir, es inseparable del enunciado mismo. Para ponerlo en términos tomados de la lingüística debemos distinguir, en este ejemplo y en cualquier otro, al sujeto del enunciado (en este caso, “velocidad”) del sujeto de la enunciación (en este caso, el llamado “Néstor Braunstein”).

 Cabe aquí una aclaración necesaria: el sujeto de la enunciación no es una entidad homogénea. En última instancia, es una multiplicidad de fragmentos dispersos que no constituyen ninguna unidad. Nada que ver con el “sujeto psicológico” o con lo que se dice cuando se afirma: “la muestra consta de n sujetos”. Nada que ver con la “personalidad” como unidad interior (alma) de un cuerpo. El sujeto de la enunciación es el que es representado por un significante (por ejemplo, el nombre propio) y es representado, no para otro sujeto (igualmente dislocado), sino para otro significante, es decir, para otro discurso en donde su palabra habrá alcanzado una significación. El sujeto de la enunciación tiene un correlato que es el Otro. Es desde la respuesta que pudiese recibir que él, retroactivamente (nachträglich, après-coup), se constituirá. El sujeto al que se refiere el sintagma “sujeto de la enunciación” (y, por lo tanto, “sujeto de la ciencia”) no es un “in-dividuo”. Del que hablo es del “sujeto del inconsciente”, del que es hecho por una palabra dicha a partir de la escucha del otro: ustedes me / se producen como sujeto en el momento en que me escuchan. Me hacen y me deshacen. Con cada palabra que agrego el paisaje va cambiando porque todas las anteriores se resignifican. Nada significa nada si no es en relación con alguien que dice algo y con lo que se escucha (entiende) de eso que se dice. Kant se empeñó en negar un ser substancial al sujeto, separando al cogito del ergo sum. Su gesto fue continuado por Nietzsche, realzado por Freud con el concepto de inconsciente, y llevado al máximo de elaboración por Lacan. El sujeto es una “ficción”, un efecto de enunciados performativos que lo constituyen. “Yo te nombro” y, porque “él” me nombra, yo llego a la existencia. Ese fue el tema de mi primera presentación en este seminario.[[5]] No obstante, siendo no substancial, no empírico, ficticio en el sentido técnico de la palabra, evanescente por cuanto es un efecto del discurso, el sujeto de la enunciación es el presupuesto no eliminable de todo enunciado, cualquiera sea la pretensión de éste a la cientificidad.

 Cumpliendo mi “impromesa” citaré nuevamente a Lacan: “¿Adónde quiero llegar si no es a convencerlos de que aquello que el inconsciente nos lleva a examinar es la ley por la cual la enunciación jamás se reducirá al enunciado de ningún discurso?”[[6]]. Noten ustedes la descarada confesión del designio retórico que gobierna a sus palabras y que va seguida de la caracterización del discurso de la ciencia como aquel que ostenta una neutralidad, una objetividad, una grisalla (piensen en el uso del “se”) que, según Lacan, es tan deshonesta y tan negra en intenciones como cualquier otra retórica (incluyendo la suya propia, por supuesto).

 Esta universalización (“jamás se reducirá”) abarca a todo enunciado, incluye a los apodícticos, a los asertóricos y a los conjeturales. Ellos cargan siempre con la sombra del sujeto de la enunciación. Hay, sin embargo, una excepción que no dejará de señalar nuestro compañero Víctor Neumann: la de las matemáticas. ¿Será porque ellas no significan nada, porque están privadas de imaginario, porque no son objetos de la re-presentación (mental, teatral, diplomática)? ¿Será porque el discurso matemático no está hecho de palabras sino de letras (el número es una letra) y porque su ley es la de una escritura que es fatalmente traicionada por toda y por cualquier lectura? “8 + 5 = 13”, sí, en el papel, pero si lo leo, lo digo o lo enseño, aún cuando pretendo que me limito a citar (textual, objetivamente) a Kant, lo hago con una intención, aspiro a una recepción de mi mensaje. Peor aún, si le creemos a Freud, ni siquiera somos concientes de tal intención y de sus implicaciones.

La ciencia, en el sentido moderno, se constituye como tal con Galileo reconociendo una doble vertiente: por un lado, la recolección de los datos empíricos incluyendo aquellos que derivan de una experiencia gobernada por una teoría (experimento) y, por otro, la matematización de esa experiencia, su transformación en una escritura, esta sí, apodíctica, libre de retórica, carente de sujeto de la enunciación, librada al solo sujeto del enunciado.

El ideal de la ciencia es, pues, matemático (no vale la pena recitar aquí la remanida proposición del Saggiatore). Galileo nos proponía la metáfora del universo como libro, como escritura, que invita a un trabajo de descifrado. Tal desciframiento define al científico más bien como un des-cubridor que como un “creador”, categoría ésta que quedaría reservada al discurso religioso. No nos desviaremos aquí por esa línea de pensamiento. Apuntemos tan sólo que valdría la pena distinguir entre el “creador”, el “inventor”, el “descubridor” y el “productor”.

La ciencia, en el sentido segundo, formal y abstracto, propuesto a nuestra consideración por Ruy Pérez Tamayo, deja un saldo, un sobrante, que es el que resalta y subraya León Olivé como constituyente esencial del concepto mismo de ciencia y ése es el sujeto de la ciencia. Tomemos el genitivo en su doble sentido: subjetivo y objetivo. Hay un sujeto que hace ciencia y él lleva el nombre propio de Ruy Pérez Tamayo y el de muchos otros que se dedican a investigar a la naturaleza, a la phisis, y que expresan su comprensión por medio del logos. Nadie mejor que Ruy Pérez Tamayo para tramitar esta conjunción con el término de fisiólogo y que, en su caso, agrega el de patólogo, necesariamente ligado a la pasión, al padecer, a lo patético, al pathos, al pathema, que es la otra cara del mathema.

 ¿Y en el sentido objetivo del genitivo? La ciencia tiene su sujeto, el sujeto de la ciencia. Ella hace a un sujeto que, en el mundo contemporáneo, somos todos nosotros con todos nuestros nombres incluyendo a los más anónimos, a los que viven una vida desnuda, los que, como dice Agamben[[7]], “perdiendo todo valor jurídico, sus vidas pueden ser suprimidas sin que haya homicidio”. Ese “sujeto de la ciencia” se constituye – parece paradójico, pero no lo es en absoluto – a partir de que es rechazado por el ideal de la ciencia. Es por eso que Lacan (¡otra vez!) dice que el sujeto del psicoanálisis “no puede ser sino el sujeto de la ciencia”[[8]]… en tanto que la ciencia lo excluye. Razón histórica, por otra parte, que hace que la obra de Freud no hubiese podido surgir sino en un momento determinado de la elaboración científica y siguiendo ideales que no son otros que los del cientificismo de su época. Es así como el psicoanálisis lleva las marcas, que no son contingentes sino esenciales y constantes, del naturalismo positivista y de la ideología cientificista.

 Es sabido que el psicoanálisis nació a fines del siglo XIX por obra de un médico (fisiólogo y neurólogo) que pretendía crear una teoría del funcionamiento psíquico a partir del saber científico de su tiempo. Los dos elementos básicos de su primera concepción del psiquismo son las leyes de la termodinámica y la teoría de la neurona. En la visión que él da de su propia obra, el psicoanálisis debe incluirse en el cuerpo de las ciencias de la naturaleza, «¿qué otra cosa puede ser?”[[9]].

 Su toma de partido es tajante: entre las “ciencias del espíritu”, dominadas por la intuición y por las más variadas “interpretaciones” de los fenómenos humanos, y las “ciencias de la naturaleza” aspirantes al rigor y a la eficiencia, Freud no tiene dudas, aunque sabe que se mueve en terreno resbaladizo: “Sería un error creer que una ciencia consta íntegramente de doctrinas probadas con rigor, y sería injusto exigirlo. Una exigencia tal sólo puede plantearla alguien ansioso de autoridad, alguien que necesite sustituir su catecismo religioso por otro, aunque sea científico. La ciencia tiene en su catecismo sólo muy pocos artículos apodícticos; el resto son aseveraciones que ella ha llevado hasta cierto grado de probabilidad. Es justamente signo de que se tiene un modo de pensar científico el darse por contento con estas aproximaciones a la certeza, y poder continuar el trabajo constructivo a pesar de la ausencia de confirmaciones últimas”[[10]].

 En el panorama epistemológico de su tiempo no cabía otra opción. Freud no podía saber que era su obra, precisamente, junto con la de los lingüistas de Ginebra a los que él ignoraba, la que abría una nueva oposición, superadora de la dicotomía entre la naturaleza y el espíritu.

Incluso, me parece, en nuestro tiempo, casi un siglo después, no advertimos la trascendencia de esa mutación en el conocimiento. Yo quisiera plantearla como la oposición entre las ciencias que tratan con hechos positivos y las que tratan con lo que me permito llamar “hechos negativos”.

 Las epistemologías dominantes toman como modelo, como “ciencia ideal”, diferente al ideal de las ciencias del que ya hablamos, al desarrollo del saber en las ciencias naturales. En ella los hechos se manifiestan positivamente, pueden ser registrados por los sentidos aguzados con instrumentos, son susceptibles de repetición experimental y de cuantificación, permiten hacer afirmaciones probabilísticas, etc. Las proposiciones teóricas, no empíricas, son susceptibles de verificación y refutación. Pueden pretender que marchan por sí solas, como una máquina de producción de enunciados, con independencia del sujeto de la enunciación. Tal denegación es ingenua pero no parece trabar su desarrollo, antes bien, resulta bastante confortable. De tal modo, refugiándose en el campo de la experiencia objetiva, objetivada, pretenden desprenderse del contexto histórico-social y de las consecuencias de la aplicación de los conocimientos que producen. Los juicios éticos no las alcanzarían y fallarían siempre el blanco si les apuntasen.

 En el plano de las ciencias que he de llamar ciencias del signo y cuyo modelo es la lingüística, el hecho es el no ser de todos los hechos que podrían venir a ese mismo lugar. Un fonema sólo es ese fonema porque aparece en una tabla de los fonemas y su singularidad consiste en no ser ninguno de los otros. Es una pura marca diacrítica, una pura diferencia. No es poca la relación que ello tiene con la química, ese diccionario de una lengua que admite más de cien letras diferentes y sus infinitas telarañas, punto que por ahora dejaremos de lado. Estas negatividades generan combinatorias que aparecen siempre de modo singular (hechos de discurso), son irrepetibles y la cuantificación no hace avanzar el conocimiento ni permite experimentación o afirmaciones prospectivas. La determinación en estos casos es irreductible al cálculo de probabilidades. ¿Se podrá definir la probabilidad de un sueño o de su repetición, predecir la posibilidad de que una frase no trivial sea dicha por un sujeto?

 Hay disciplinas (psicología, sociología, etc.) que toman muchos de sus rasgos en préstamo de las ciencias de la naturaleza consideradas como “ciencia ideal”; tratan de imitar o de apropiarse de los métodos y las formas de adquisición del saber propios de las disciplinas que cuentan  con un brevet indiscutido de cientificidad, obedecen tanto como pueden al tótem de la cuantificación. Ello muy a pesar de que su centro y objeto sigue siendo el signo lingüístico y los sujetos que son sus soportes y sus efectos, en síntesis, los agentes sociales y del conocimiento mismo, los sujetos “de” la ciencia en el sentido objetivo del genitivo. Que se me permita calificar de “esquizofrénica” la situación en que viven esas disciplinas cuando deben recurrir a metodologías de investigación que destruyen su objeto.

 Se produce un equívoco irremediable, desgarrador y empobrecedor cuando se pretende que la manera de producir y validar conceptos en una de estas dos clases de ciencia, la privilegiada, la de los hechos positivos, sea trasladada al campo de las otras disciplinas que estudian lo irrepetible. Hablo de esas ciencias de la negatividad en donde la posición del observador determina de modo necesario el resultado de lo que se investiga. Que se calcule y se experimente en las ciencias del signo da resultados irrisorios. Un sueño y otro sueño, a la hora de interpretarlos, no se suman para hacer dos sueños. Se equivoca Don Giovanni: una mujer y otra mujer no son dos mujeres, aunque la estadística de Leporello pudiera presentarse como el resultado de una investigación objetiva, científica, hecha con el cartabón hipotético-deductivo, con una variable dependiente que es la geografía y las otras independientes que se refieren al peso, el color del cabello o la fortuna personal. Igualmente irrisorios, hay que decirlo, aunque el caso sea poco frecuente e intrascendente, son los resultados conseguidos cuando se explora a la naturaleza a partir de hechos singulares e irrepetibles. La mayor o menor belleza de un atardecer nada nos dice sobre el mecanismo de rotación de la tierra.

 El método para adquirir el conocimiento no puede ser el mismo en astronomía, biología molecular, lingüística y psicoanálisis. El método debe adaptarse al objeto. Sin viceversa.

 Vale la pena poner un ejemplo ilustrativo: una pasante de doctorado en psicología clínica propone hacer una tesis sobre el sentimiento de soledad. Estudiaría a Kierkegaard, Nietzsche, Sartre, etc. y adjuntaría el material de algunas entrevistas hechas con el método psicoanalítico de la asociación libre. Escándalo. Negativa. Necesita un grupo problema y un grupo testigo, una cantidad n de casos para que sus afirmaciones sean estadísticamente válidas, un cuestionario estandarizado con índices de validez y confiabilidad, etc. ¿Se puede estudiar el sentimiento de soledad con encuestas? Sí. Sólo que el objeto estudiado será otro que aquél que se pretendía. Hay incompatibilidad entre el método y el objeto. La ideología oficial académica no acepta otro objeto que el que es recortado por el Procusto del método hipotético-deductivo. ¿Cabe estudiar la vivencia de desolación de una persona o ése es un tema que no es de la ciencia o que lo sería si se pudiera remitir el sentimiento a una eventual y futura ciencia del cerebro? La estudiante decidió que, en el lugar de su investigación sobre el sentimiento de soledad, haría otra comparando el rendimiento escolar en dos escuelas ubicadas en distintos barrios de la ciudad de México. Se doctoró con “mención honorífica”. La estrechez epistemológica conduce, en casos como éste, al oscurantismo.

La pregunta regresa: ¿Es posible una ciencia del sujeto? Recordemos que Kant había formulado una especie de prohibición formal y había declarado la imposibilidad de que el sujeto del conocimiento pudiese conocerse a sí mismo, tomarse como referente. Para el de Königsberg era irrealizable el proyecto de objetivar lo inobjetivable y por ello va en contra del primer “psicólogo”, Christian Wolff (1679-1754). “No puede haber una psicología empírica por cuanto ella quedaría como una descripción natural del alma, pero no una ciencia del alma y ni siquiera una doctrina psicológica experimental, pues la observación del alma en sí misma altera y distorsiona el estado del objeto observado”[[11]] Eso no impidió que se desarrollase, después de mediados del siglo XIX, una psicología que se quiso experimental y científica y que tomaba como objeto a la conciencia. Freud desdeñó los logros de esa ciencia de la conciencia y planteó a su vez un objeto inédito, el inconsciente, que, como su nombre mismo lo dice, es incognoscible, no muy alejado de la cosa en sí.

Lacan, apuntalándose en Freud  e importando los conceptos y la filosofía inherentes a la lingüística estructural, reconoció esa incognoscibilidad del inconsciente al que definió como estando “estructurado como un lenguaje” (proposición, ¡ojo!, no falsificable). Ahora bien, ese incognoscible, el inconsciente, es el fundamento intangible y escurridizo de un existente material, un ser viviente, sexuado, gozante, habitado por el lenguaje, que es este hablante singular, la mujer, el hombre, uno que sufre y que a veces pide auxilio. ¿Es el psicoanálisis, como saber del proceso de constitución del sujeto, esa ciencia que Kant tachaba como imposible? ¿Es su método, el de las asociaciones libres en una sesión en la que el discurso se dirige a un profesionista que polariza la transferencia, un método adecuado para producir conocimientos válidos? ¿Es posible pasar de la infinidad de experiencias irrepetibles a un tipo de formalización que dé cuenta, retroactivamente, de alguna clase de determinación de tales fenómenos?

Proclamando un regreso a Freud, “incomprendido hasta de sí mismo por haber querido hacerse entender” [[12]], Jacques Lacan (1901-1981) es el psicoanalista posterior a Freud que nunca cejó en el intento de articular su discurso con el de la ciencia. Descartando los modelos psicológicos experimentales y cuantitativos que no hacen avanzar un ápice el saber sobre el sujeto, se aplicó a mostrar la racionalidad propia de la experiencia psicoanalítica con modelos lingüísticos, lógicos, algebraicos y topológicos que pudiesen fundar y hacer íntegramente transmisibles los resultados de esa experiencia. Su pasión era matemática. Por supuesto que se le acusa, y no sin razón, de ser un autor difícil. Tanto como el proyecto de formalización y de escritura que lo animaba.

El proyecto explícito de la ciencia es el de la constitución de un saber liberado de la subjetividad considerada como escoria superflua y susceptible de ser eliminada en el proceso científico. Lo subjetivo es asimilado a lo sospechoso cuando no a lo falso. Todos los investigadores tienen que estar en condiciones de llegar a las mismas conclusiones, independientemente de sus subjetividades. La estadística de un segundo Leporello no podría hacer que en España fuesen mille e quattro. No caben psicóticos para quienes dos más dos sean cinco, ni perversos que sepan que son cuatro, pero traten de convencer de que otras respuestas son igualmente válidas, ni neuróticos que no pueden soportar que sean cuatro y quisieran otro resultado. El sujeto de la enunciación pretende borrarse en el discurso de la ciencia: no es “yo” ni “nosotros”; es “se”, un punto inextenso, nadie en particular.

La ciencia se construye alrededor del proyecto de eliminar al sujeto. El sujeto es, así, lo reprimido, lo que debe desaparecer del enunciado y lo que, como sujeto de la enunciación, no debe dejar huellas. Este modelo de la objetividad es normativo. No sólo el científico, todo ser humano debe plegarse a este ideal cientificista de la objetividad. Sí; hay locos, suicidas, fracasados, desgraciados, delincuentes, creyentes en doctrinas «equivocadas» y hasta poetas. Con el tiempo se encontrarán los productos químicos que los devolverán al sano reconocimiento de la realidad común, la de todos. Serán, en el sentido objetivo del genitivo, los sujetos de la ciencia. “Se” “les” “objetivará”. No es gratuito, no, que al psiquiatra y también al psicoanalista se les llame “shrinks”. El sujeto es lo que se liliputiza en el shrinking process; la “realidad”, la “objetividad” descargada de su lastre, es la que ocupa su lugar.

No es de extrañar la animadversión que encuentra hoy en muchos círculos la teoría y la práctica del psicoanálisis (ni cabe creer que el psicoanálisis mismo, como práctica y como institución, es ajeno a lo que le sucede). La indagación sin tregua en los meandros de la subjetividad no podría tener buena prensa en los tiempos de la “globalización”, de la inducción a la borradura de las diferencias, de la eliminación de las variables personales y su reemplazo por una referencia digitalizada, de la unificación del mercado y del consumo, de la expectativa de reducir el sufrimiento subjetivo por medios químicos, de cambios en la sexualidad inducidos por medio del Viagra y hasta de clínicas para reducir y eliminar el deseo sexual.

La aspiración del psicoanálisis es la de constituirse como un saber objetivo sobre la subjetividad, aboliendo la frontera epistemológica entre un campo de las ciencias en donde sería legítimo saber, el de las ciencias positivas, y un campo de la realidad psíquica que sería inabordable para el discurso de la ciencia, el de la significación de los sueños, los síntomas y las torpezas del alma humana. ¿Es posible un saber acerca del sujeto del inconsciente?

¿Y si volteásemos la pregunta y nos preguntásemos qué sería de la ciencia si hiciese lugar a la pregunta por el sujeto que la hace y por el sujeto que ella produce, si ella incluyese a lo que por su exclusión la define y la constituye? Creo que aparecerían otra racionalidad y otra inteligibilidad. Bien podría suceder que lo irracional fuese la idea de una objetividad sin sujeto.

La ciencia, las ciencias, perdonen la repetición, se constituyen como enunciados que eliminan al sujeto de la enunciación. “Este sujeto permanece como el correlato de la ciencia, pero un correlato antinómico puesto que la ciencia revela estar definida por el no-éxito del esfuerzo para suturarlo”[[13]]. Podríamos decir que el proyecto es utópico, pero más nos valdría mostrar la tópica de esta presencia del exiliado en el corazón del país. La botella de Klein presenta (digo “presenta” y no “representa”) esa relación entre lo interior (el conjunto de los enunciados) y lo exterior expulsado (el sujeto que los produce). La botella de Klein muestra, más de lo que dice, el fracaso de la tentativa de separar al sujeto. Tienen ustedes al objeto en sus manos. Ese pedazo de cristal no es un significante y tampoco es una letra: pone en entredicho a la lógica excluyente del uno y la otra. Es, sin metáfora, una paradoja palpable. Hagan el intento de separar al interior del exterior, a la boca que dice de aquello que dice y de la oreja que escucha. Todo predicado, también el que se presenta como científico, habla, y habla al mismo tiempo, acerca del predicador. Incluido quien ahora les habla y les dice lo que oyen; no faltaba más.

Sostengo que es imposible conjugar y fundir al psicoanálisis y la ciencia, a pesar de los anhelos expresos de Freud. Tan imposible como lo es separarlos.

Vale la pena recordar las tres instancias o, mejor, los tres registros en que se da la experiencia humana como consecuencia de ser todos criaturas del lenguaje: el de lo real, el de lo imaginario y el de lo simbólico. No me detendré (y no por que no sienta la tentación) en los apasionantes detalles de esta triple distinción. Siempre está atascado en mí el proyecto de presentar al Seminario mi concepción de las relaciones entre estos tres registros y los tres mundos de Popper. Vayamos, modestamente, a lo que es pertinente articular aquí, hoy, en relación con nuestro tema del sujeto de la ciencia.

El proyecto de las ciencias (así, en minúsculas y en plural) es el de apropiarse de lo real por medio de lo simbólico. Inventar notaciones, letras, números y fórmulas para operar sobre el mundo transformándolo. El requisito epistemológico ha sido la exclusión de lo singular y de lo accidental, (que no es lo mismo), de lo especular, de los mitos y de los relatos no verificables, de los yoes, en una palabra, de lo imaginario. La dimensión narrativa (diegética) es, para el ideal de la ciencia, superflua; extra-vío. Desde el psicoanálisis, en cambio, nos planteamos revelar y develar la condición de los sujetos escindidos en su ser por la división entre el saber y la verdad. Estos son los sujetos del Edipo, de la transferencia, del inconsciente, de la represión, del narcisismo, etc. Son dimensiones ineludibles en la estructura del ser que habla, (hablente), presentes en toda actividad humana, incluyendo a la ciencia y a su productor, el científico.

En vez de una larga disquisición topológica sobre el nudo borromeo vayamos a un ejemplo esquemático: por un lado, en lo simbólico, un hexágono con tres dobles ligaduras; por otro, en lo imaginario, el sueño del químico Kekule von Stradonitz con sus monitos agarrándose uno de la cola del otro; finalmente, en lo real, médicos conocedores de la bioquímica de los hidratos de carbono que manejan pacientes con diabetes mellitus. Los tres registros están anudados, pero la “ciencia”, en tanto que formal, no quiere y no necesita de nombres propios ni de memoria; desvanece y hace vanos el imaginario y los sueños de sus autores. Es, como dijimos, un proyecto de apoderarse de lo real por medio de lo simbólico. Deja, tiene que dejar afuera, necesariamente, al mito, a la narración, a la historia, al sentido, a todo eso que es encarnado por el sujeto cognoscente. Deshace el encadenamiento de lo real, lo imaginario y lo simbólico. Lo imaginario es el caput mortuum del significante; ese resto de cenizas malolientes que quedaba después de la operación del alquimista, el resto aguardado por el bote de la basura.

Es un lugar común: nuestro mundo ha sido y seguirá siendo cambiado de manera vertiginosa e impredecible por la acción de una forma específica de la racionalidad: la de la ciencia. Sin embargo, ella no puede elaborar algo válido sobre el agente de su producción. Los modos del funcionamiento subjetivo, de los que ella misma procede, le son ajenos en lo esencial. Agreguemos: la ciencia positiva (no la del signo) difícilmente podría dar cuenta de los modos de funcionamiento subjetivo diferentes del suyo: magia, religión, animismo, fanatismos de todo cuño, normopatías. El funcionamiento del sujeto de la ciencia (en los dos sentidos del genitivo) es el punto donde la ciencia enmudece. O promete que un desarrollo futuro, el de las neurociencias, dará las respuestas. Llego aquí al punto en el que debo detenerme y dejar para una exposición ulterior, programada para mediados de año, la discusión de las relaciones entre los saberes alternativos al del psicoanálisis con relación a la subjetividad: hablo, concretamente, de las neurociencias y de las ciencias cognitivas.

Si los nombres de Heisenberg, de Gödel, de Cantor, aparecen en quienes reflexionan sobre la relación del psicoanálisis con la ciencia, no es para adornarse con referencias más o menos prestigiosas sino para plantear que el abordaje de lo real en su complejidad no puede basarse en la obturación de la pregunta por el sujeto y en el destierro de la dimensión imaginaria. No importa tanto si el psicoanálisis es o no es científico sino qué sería de las ideas de cientificidad y de racionalidad si se hiciese un lugar en ellas a la cuestión del sujeto. Y ese no es sólo un problema epistemológico. Es un problema para quienes se dedican a la producción de conocimientos. ¿Qué clase de problema?

UN PROBLEMA ÉTICO


[1]  Cf. Allis Chalmers (1990) La ciencia y cómo se elabora. Especialmente, Cap. 2, “En contra del método universal. Siglo 21, México, 1992, pp. 13-28.

[2] Cf. Allis Chalmers (1982): Qu’est-ce que la science. En particular, Cap. 1, 5: “L’attraction de l’inductivisme naïf, cap. 2 “Le problème de l’induction” y cap. 3: “La dépendence de l’observation par rapport à la théorie”. La Découverte. París, 1987, pp. 35-72. Vale la pena aclarar que las posiciones sustentadas en estos dos textos de A. Chalmers son antagónicas a las de Paul Feyerabend y su anarquismo relativista.

[3]  El uso de las expresiones “ideal de la ciencia” y “ciencia ideal” reconoce una deuda con Jean-Claude Milner (1995) L’oeuvre claire. Lacan, la science et la philosophie, París, Seuil, p. 35, aún cuando el empleo que hago no coincide necesariamente con el de él.

[4]  Jacques Lacan (1968), Radiophonie. En Autres écrits. Seuil. París. 2001, p. 437.

[5]  Néstor A. Braunstein (1997) La ficción del sujeto. Crítica Jurídica, Faculdades do Brasil, 18:37-59, junio de 2001.

[6]  Jacques Lacan (1964), La métaphore du sujet. En Écrits. Seuil. París.1966, p. 892.

[7] Giorgio Agamben (1995). Homo sacer. I Il potere sovrano e la nuta vita. Einaudi. Torino, p. 150.

[8]  Jacques Lacan (1965), La science et la vérité. En Écrits. Seuil. París. 1966, p. 858.

[9] Sigmund Freud (1938) Algunas lecciones elementales sobre psicoanálisis. En Obras completas. Amorrortu, Buenos Aires, 1976-1979, vol. 23, p. 284.

[10] Sigmund Freud (1915) El inconsciente. En Obras Completas. Amorrortu, Buenos Aires, Vol. 15, p. 45.

[11] Emmanuel Kant (1786) Fundamentos metafísicos de la ciencia natural Versión electrónica. Traducido del inglés (N. A. B.). Dejo aquí de lado el problema de la “psicología racional” en Kant. Su juicio es también tajantemente negativo. Cf. (1790) Crítica del juicio, #89.

[12]  Jacques Lacan, Radiophonie. En Autres Écrits, cit., p. 407.

[13]  Jacques Lacan, La science et la vérité, cit., p. 861.

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