A PROPÓSITO DE LA TRASFERENCIA EN LA PSICOSIS[1]
Por Françoise Decant
Febrero, 2017
“Pero finalmente, ¿qué quiere de mí, señora Decant?”. Esta pregunta, planteada de manera tan directa en el teléfono por un paciente psicótico cuando lo incitaba a venir a su sesión, nos invita a examinar al menos algo de la especificidad de la transferencia, pero también del goce en la psicosis, sin olvidar, obviamente, la angustia que le está anudada. Ciertamente una especificidad, pero que no autoriza olvidar la singularidad de cada sujeto y así, igualmente la de cada cura.
Vamos a ver cómo este paciente que llamaré señor S pudo, gracias a la transferencia, retomar esta pregunta: “¿Qué me quiere el Otro?” cuando ésta se presentaba para él, a menudo por intermitencias, de manera brusca, no dudando en recurrir a otros lugares además del cuadro del análisis cuando la angustia era muy fuerte.
Es difícil no acercarse a esa pregunta del Che vuoi? que Lacan sacó del cuento de Jacques Cazotte, El diablo enamorado, para inscribirlo sobre el grafo del deseo. Evocando el lugar del analista en la transferencia, Lacan nos recuerda que el encuentro con un partener nombrado como psicoanalista debería permitirle al sujeto retomar la pregunta del Che vuoi? que le viene del lugar del Otro, en el sentido de un “¿Qué me quiere?”, si quiere conocer un pequeño recorrido de su deseo.[2]
Estamos, en el grafo del deseo, en el registro de la neurosis. Frente al enigma del deseo del Otro, el neurótico va, sirviéndose del objeto a, a construir un fantasma. Esa será su respuesta.
El sujeto psicótico está, en cuanto a él, del hecho de la no-extracción del objeto a (Lacan dirá que lo tiene en el bolsillo), en la mira del deseo del Otro. El movimiento de transferencia se encuentra invertido. No va del sujeto al Otro, sino del Otro hacia el sujeto. Además, sabemos que, en la estructura psicótica, no es el Otro simbólico sino el Otro Real que comanda al sujeto, que le hace sufrir, que le persigue y que sabe. De ahí la importancia de sustraerse de un lugar de gran Otro que sabe o que pretendería saber sin, no obstante, sustraerse de la transferencia. “Los psicóticos pueden develarnos muchas cosas” si los escuchamos, como lo recuerda S. Rabinovich en su libro sobre la transferencia[3]. A condición de aceptar ocupar un lugar de pequeño otro que no sea especular.
Saturado por un goce que lo desborda y lo persigue, por un goce en exceso –lo que Freud llama el retorno masivo de la libido sobre el cuerpo propio-, el sujeto psicótico viene a ofrecer al analista su goce que es goce del Otro, goce del cuerpo en tanto que Otro enigmático, esperando que el analista por su presencia vaya a poder limitar ese goce y establecer con ello reglas, al menos mitigarlo, bordearlo. Es ese goce, no fálico, que, una vez rechazado, va a venir en lo real a invadir los orificios del cuerpo del sujeto bajo la forma de alucinaciones[4]. No hay nada del orden de lo simbólico que pueda proteger al sujeto de ese goce ya que el significante que debía venir del Otro (el Nombre del Padre) se ha quedado afuera, forcluido. La consecuencia de ello es la angustia masiva que se encuentra tan frecuentemente en la psicosis.
En 1924, cuando Freud[5] evoca a esos enfermos psíquicos (las psicóticos) privados de la aptitud de efectuar una transferencia positiva, matiza su juicio añadiendo que, a pesar de todo, “la transferencia no está tan ausente de manera tan completa que no se pueda avanzar un cierto tramo con ella”.
Esta expresión “un cierto tramo con la trasferencia” me viene bastante bien como para evocar el trabajo hecho con este paciente etiquetado como esquizofrénico[6] que un médico me dirigió al CMP cuando estaba hospitalizado en psiquiatría.
Cuando acepté el recibir al señor S, su angustia era tal que no podía quedarse más que algunos minutos en mi oficina. Cuando pudo al fin calmarse un poco, su discurso a menudo iba en todos los sentidos, tenía mucha dificultad para comprender lo que decía, pero él tenía el sentimiento de que había alguien a quien dirigir la palabra y yo me enganché a ello.
El señor S se planteaba preguntas, y la transferencia permitió que venga a formularlas aquí, que me las dirija. Su problema era saber cómo interrogar lo que hacía enigma para él sin, por lo tanto, precipitarse en el abismo lo que esa pregunta abría.
“¿De qué deseo nací?” “¿Qué quieres de mí más allá de lo que me pides?” Tales son las preguntas que cada sujeto se plantea cuando está tomado por el lenguaje, preguntas que dan testimonio de su confrontación como sujeto al abismo del deseo del Otro parental.
Es una demanda de significación que el señor S me dirigía, significación que tenía el riesgo de ser amenazante del hecho de saber que el sujeto psicótico la imputa al analista. Una imputación que no tiene nada que ver con el sujeto supuesto saber y que puede volverse persecutoria del hecho de que el Otro sabe y que goza de lo que sabe.
“¿Usted me puede decir lo que quieren de mí mis padres? Ellos me joden, son un fastidio, ¿qué quieren?”. Le respondí que no sabía nada, pero tal vez podría aprender alguna cosa si él aceptaba hablarme de ellos. Lo que hizo muy brevemente ya que otra pregunta, que él era capaz de formular por el hecho de la angustia que solo su pensamiento le suscitaba, le atormentaba.
Primeramente, son pensamientos suicidas que aparecieron en el discurso del señor S. Tenía ideas de suicidio la noche al acostarse, pero le era imposible hablar más acerca de ello y, muy a menudo, intentaba pensar en otra cosa menos angustiante. A veces, en la mitad de una frase, otra se le escapaba. Pero, ¿podemos llamar una frase a ese caos de palabras que surgían de aquel lugar terrorífico? En el hilo de un trabajo lento y laborioso, un hermano fallecido apareció. Detrás de ese hombre que quería morir se escondía un hermano que, él en sí, había muerto en condiciones misteriosas. Tomado en una captación imaginaria en espejo, el señor S no podía resistir el llamado de la pulsión de muerte. Buscando comprender, saber lo que le había pasado a su hermano, corría el riesgo de caer en todo momento en una regresión narcisista mortífera. El trabajo, durante mucho tiempo, primeramente, consistió en aceptar el recibir la carga de angustia mortífera que no faltaba al acompañar la tentativa de hablar del señor S. Era realmente muy agotador para él como para mí…
“YO SOY UN SDF[7]”
Entonces hablar no era sin riesgo para el señor S, lo que verbalizó en una sesión de la manera siguiente: “Yo no debería venir a hablar aquí, señora, ya que soy un SDF.” En el trascurso de las sesiones, este significante “SDF” regresó de manera recurrente, como si el señor S hubiera encontrado instalarse en una comunidad de semejantes, de pequeños otros, lugar menos peligroso para él que ese otro lugar de domicilio que podía ser la transferencia.
Algún tiempo más tarde, comenzará la sesión con una frase pronunciada de manera casi inaudible. “Hay que reventar los abscesos”. Al menos, es lo que creí escuchar. Continuó diciendo que dormía mal, porque era SDF, pero el insomnio que le impedía dormir le había permitido fabricar esa palabra inusual. Esa palabra era “domisuidado”. Lo alenté a seguirla. Es lo que hizo. Parecía que la fabricación de ese neologismo le permitió el acceso a un nuevo saber, un saber que, si no era un saber inconsciente, es un saber que se albergaba en él, pero aquel no podía acceder hasta entonces. “Quise decir ‘suicidado’ y ‘domiciliado’ al mismo tiempo.” Y añadió: “SDF, ¿eso querrá decir ‘suicidio del hermano[8]’? ¿Es eso?” ¡Increíble! ¿No? Acogí su decir con algunas palabras que significaban el interés que tenía en su discurso, cuidándome totalmente tanto de validar, como de invalidar, el descubrimiento de una significación que concierne una desaparición que, a falta de simbolización, podía tranquilamente hacerle desaparecer a él también.
Recordemos que la evocación de los pensamientos suicidas lo había llevado a evocar a su hermano fallecido, como si la falta de significación del deceso del hermano abriera para él un abismo en el que se sentía atrapado. Ahí donde algo no podía ser simbolizado, la identificación al yo ideal, inscrita sobre el eje imaginario a-a’, corría el fuerte riesgo de hacerle decaer de forma mortífera.
A propósito de la desaparición enigmática, Marcel Czermak evoca las plantillas de jeroglíficos, a partir de los cuales puede efectuarse un desciframiento. “Desde el momento en que la plantilla está vacía, el mando simbólico que constituye se volatiliza y el desencriptador se queda varado[9]”.
¿Sería el vacío de la planilla a la cual el señor S se confrontó algunos meses más tarde en su trabajo de desciframiento que lo empujó del lado del actuar? ¿O sería que encontró un nuevo domicilio?
UN NUEVO DOMICILIO: EL HOSPITAL DE SAINT-ANTOINE
Era al hospital de Saint-Antoine que tenía la convicción de que tenía que ir. Ese no es cualquier lugar… Ahora bien, fue allí que fue llevado en el momento de desencadenamiento de su enfermedad. Su insistencia me hizo pensar que alguna cosa del orden de la repetición estaba jugándose para él.
Una repetición tomada en la transferencia. Es al menos así que la entendí (en la retroacción, obviamente) cuando recibí ese llamado telefónico de Urgencias de Saint-Antoine señalándome la presencia allí del señor S.
“¿Debo hospitalizarlo?”, me preguntó el interno al que la angustia del señor S inquietaba visiblemente[10]. Después de salir de mi sorpresa, respondí: “No, dígale que lo espero” – “Entonces, ¿llamo a una ambulancia?” – “¡Para nada! ¿Por qué? ¿Puedo hablar con él?”. El señor S tomó entonces el teléfono y en ese momento me preguntó: “Finalmente, señora Decant, ¿qué quiere de mí?”. ¿Cómo no estar desestabilizado por una pregunta así? Logré no obstante recuperarme y le respondí: “Venga, le espero”. Llegó un cuarto de hora más tarde. Esperándole, obviamente me planteé la pregunta de saber si el señor S no iba a desarrollar un delirio de persecución trazado en las redes de la transferencia. Pero pude ver que la paranoia aparentemente no acechaba al señor S. Sin embargo, esa pregunta que se atrevió a hacerme por teléfono: “Pero en el final, Sra. Decant, ¿qué quiere de mí?” no reenviaba a esta otra pregunta: “¿Qué soy para ella? ¿Sería yo el objeto de su goce?” Comenzó la sesión con estas palabras: “Da miedo aquí…” ¿Quería decir que la transferencia representaba un peligro para él? ¿Por qué debía venir y hablar? ¿El hecho de hablar estaba realmente desprovisto de cualquier peligro? Contestar afirmativamente sería querer ignorar la parte del goce vinculada al decir. Además, es al hospital de Saint-Antoine al que quería ir… No dijo más pero ese lugar no estaba marcado por lo que Lacan decía “Búsquese en el comienzo de la psicosis esta coyuntura dramática.[11]”?
El trabajo continuó, pero el señor S tuvo una nueva hospitalización, esta vez en el servicio del lugar. Decidí telefonear para saber si podía llamarme. Es lo que hizo. Me informó entonces que su padre había venido a verle a mediados del día y que, sintiéndose en peligro, había pedido su hospitalización, indicándome así que el hospital había tenido para él esa función de protegerle. Un permiso le fue acordado para poder ir a su sesión.
¿QUÉ QUIERE MI PADRE DE MÍ?
Frente a la pregunta “¿Qué quiere de mí, señora Decant?” vino a sustituirse otra pregunta: “¿Qué quiere mi padre de mí?”. Esta pregunta era para él, más allá del enigma que presentaba, muy angustiante. Fue necesario mucho tiempo para poder enunciar las cosas así: “Cuando viene a verme, me toca, me manosea, eso me molesta mucho, no oso decirle nada”.
Algún tiempo más tarde, osó formular esa pregunta que le atormentaba: ¿su padre era homosexual? Es por ello que él había pedido su hospitalización: un padre sexualmente violento había aparecido y se sentía en peligro, no pudiendo ni aceptar ni rechazar una posición pasiva frente a su padre.
En sesión, podía llevar a ese padre violento a la escena de la transferencia, ese padre que no es otro que el padre primitivo, presente también en la psicosis.
¿Qué hacer con ese padre que le asigna un lugar feminizante que significa ser el objeto del goce del Otro sin que ningún síntoma pueda permitirle sustraerse de allí?
La angustia surge señalando la imposible separación de ese Otro amenazante, pero surge también todo un cuestionamiento que concierne su identificación: “¿También a mí me gustarían los hombres?” (como a mi padre) y también su identidad: “¿Quién soy yo? ¿Un hombre? ¿Una mujer?”.
Esa pregunta, a la cual el paranoico responde a veces identificándose a La Mujer, es totalmente enigmática para el señor S y lo sumerge en un abismo de perplejidad muy angustiante. No puede identificarse ni de un lado ni de otro de manera estable, pasando de un lado al otro con una asombrosa labilidad, indicando así la zona de incertidumbre en cuanto a su ser.
No es sino más tarde que podrá religar esa pregunta a su primerísima hospitalización, antes de la eclosión de su psicosis. En esa época, había albergado a un árabe (retomo sus términos), alguien que estaba desempleado y que, luego de una disputa con el señor S, se había disgustado contra los chilenos (el señor S es de origen chileno) que, como dijo ese hombre, “venían a Francia para comerse el pan de los franceses”. Añadió –y podríamos preguntarnos si no fue esa frase que habría podido desencadenarlo, es decir señalar la entrada en la psicosis-: “Los chilenos, yo me los follo”, entendiéndose del lado de la aparición de un padre Real ahí donde falta el significante forcluido, a saber, el Nombre del Padre. Lo que no vino a tiempo en el simbólico aparece en lo real. Escuchaba voces. Pero no dijo más y preferí no insistir.
Allí podemos preguntarnos si el señor S no había ido a buscar en Saint-Antoine las coordenadas psíquicas de un traumatismo, de algo que había hecho efracción en su universo psíquico con mucha violencia, sin que le sea posible subjetivar algo, sino que había hecho necesaria su hospitalización. Esa pregunta recae, obviamente, sobre las condiciones de desencadenamiento de la psicosis, sobre un evento psíquico del cual pocos pacientes pueden decir alguna cosa, ya que esa invasión de real está ligada al horror, a lo innombrable, a lo indecible.
Dirigiéndose a las Urgencias de Saint-Antoine[12] a la hora de su sesión y dando las coordenadas de su analista al interno, ¿el señor S no había intentado así indicar que era en la transferencia que podría continuar su trabajo de “desciframiento[13]”?
[1][1] F. Decant. « À propos de transfert dans la psychose », in La clinique lacanienne, No 30. París : Éditions Ères, 2017, pp. 143-150. [En línea] : https://www.cairn.info/revue-la-clinique-lacanienne-2017-2-page-143.htm
[2] J. Lacan. “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano” (1960), in Escritos, tomo 2. Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 2018, pp. 755-787.
[3] S. Rabinovich, La folie du transfert. Toulouse : Éditions Ères, 2007.
[4] J. Lacan. El Seminario, libro III, Las psicosis (1955-1956). París: Le Seuil, p. 198.
[5] S. Freud. “Presentación autobiográfica”, in Obras completas, tomo XX. Buenos Aires: Amorrortu, 2002, p. 56.
[6] En su libro Pasiones del objeto. Estudios psicoanalíticos de las psicosis (Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1987), Marcel Czermak evoca “las psicosis sin cristalización alguna” de la cual hace parte la esquizofrenia, expresión que toma de Seglas en oposición a las psicosis “cristalizadas” de la cual la paranoia es el ejemplo por excelencia.
[7] N.d.t.: En francés SDF son las iniciales de una persona Sans Domicile Fixe [sin domicilio fijo].
[8] N.d.t.: SDF son las iniciales de Suicide Du Frère [suicidio del hermano].
[9] Ibíd., p. 93.
[10] Según él, el señor S no estaba alucinando, sino más bien muy confundido y sobre todo muy angustiado.
[11] J. Lacan. “De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis”, in Escritos, tomo 2. Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 2018, p. 552.
[12] Nota bene: Saint Antoine es el patrón que se lo invoca para encontrar objetos perdidos o cosas olvidadas…
[13] Habría podido también dar las coordenadas del médico que seguía su caso en el hospital…
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